
Y así un día tras otro, aunque creo que ella sabía que la seguía porque de vez en cuando hacía como que se echaba el pelo por detrás de la oreja y me miraba. Yo me escondía y luego la volvía a seguir hasta que llegaba a su casa.
- ¿No puedes? –le pregunto uno extrañado.
- No, no puedo –replicó ella muy seria-, y no me preguntes más.
Y seguimos saliendo y paseando, disfrutando del momento de estar con ella y sin proponerla nada más, hasta que un día un conocido se acercó a mí y me dijo que la chica aquella, ¿tu novia?, trabajaba en una casa de masajes de la capital. No lo creí, claro, estuve a punto de cogerlo del cuello, pero pensé que a él también le gustaba ella y que estaría celoso.
Pero la seguí. Y comprobé que, sí, que por las mañanas cogía el autobús y se iba a la capital para trabajar allí en un piso de putas y por la noche volvía a la localidad, sin que nadie pudiera haber sospechado nada. Tenía horario laboral de mañana, como muchas de sus compañeras casadas que oficiaban de putas por el día y por la tarde, mientras sus maridos estaban fuera. Pero ella era soltera. ¿Cómo se explicaba que una chica soltera, guapa y con un cuerpazo de ensueño, trabajara de puta? Se lo pregunté y sonrío.
Por el dinero, obviamente, me contestó. Y porque me gusta ser puta, sentir como un macho se pone cachondo al verme, cómo se le pone dura, cómo me desea y como anhela follarme. Y si encima me pagan y bien, miel sobre hojuelas, aunque si no fuera así seguiría yendo al piso para hacerlo gratis, es superior a mis fuerzas, me gustan todos los hombres de verdad, los verdaderos machos y se me moja el coño nada más advertir que a ellos se les pone dura.
- ¿Seguro?
- Sí, seguro
- ¿No te importa ser un cornudo sumiso y consentido?
- No, no me importa.
- Así es que además de cornudo, te gusta que te humille al recordarte que lo eres –me dijo, mientras se abrazaba a mí y me besaba-. Somos la pareja perfecta: la puya y el cornudo -añadió.
Y nos casamos, porque ella insistió en ello porque así no tendría que esconderse tanto para sus viajes a la capital, tendría coartada porque al único que se suponía que tendría que darle explicaciones, a mí, no se las iba a dar obviamente. Y porque los verdaderos cuernos son el matrimonio, los legítimos, los que de verdad se lucen -según me decía ella-, los más honrosos, los cuernos de verdad.
- Para enorgullecerte de ser cornudo, para sentirte humillado de verdad al serlo y que yo pueda humillarte recordándote cada día que lo eres, tenemos que casarnos- me dijo con una lógica aristotélica. Y yo comprendí que era así, que para mi verdadera felicidad como cornudo, tendríamos que casarnos.
Nuestra noche de bodas fue muy clásica, si exceptuamos que era entre una puta y un cornudo sumiso, y que por tanto ella se la pasó follando con unos gigolós compañeros suyos y yo, pajéandome, mientras miraba desde un sillón, porque ella a estas alturas me quería ya mucho, según me dijo y me prometió que me dejaría ver todas sus folladas como puta, que estaría siempre delante y que nunca follaría sin que yo lo viera.
¿Cómo? Pues habló con el dueño del piso de masajes y le explicó las circunstancias, por lo que llegaron a la conclusión de que lo mejor sería que ella prestara un nuevo servicio en el piso, que además estaba muy demandado por la sociedad. Y así fue como un día salió un nuevo anuncio en la sección de contactos del periódico regional: "Mi marido es cornudo sumiso, le gusta ver como lo hago cornudo y sentirse cornudo, si quieres follarme a mí y que lo humillemos a él, llámame. Precios razonables".
(Continúa más abajo)
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